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“Los casos como el de Laura son muy duros, pero te hacen ir a dormir agradecida de poder estar aquí y hacer una diferencia”, le dije a mi supervisora.

Laura (nombre ficticio para proteger a la persona) se comunicó con nosotros a través de una plataforma de escucha empática llamada Aquíestoy.chat

Tal vez muchos se están preguntando qué es eso de “plataforma de escucha empática”: es una aplicación de celular que nos permite interactuar a través (en este caso) del chat de Whatsapp.  Las personas que necesitan ser escuchadas, sea porque están en una crisis emocional, porque tuvieron un día difícil o simplemente porque necesitan alguien con quien hablar y no lo tienen en su entorno, se comunican con nosotros.

Los voluntarios, debidamente entrenados en empatía y supervisados por profesionales de salud mental, les brindamos una hora de nuestro tiempo para hablar de lo que quieran, en forma totalmente anónima y confidencial.

No juzgamos, no aconsejamos, no hacemos intervenciones posteriores. Solo prestamos atención, y nos aseguramos de que la otra persona lo sienta así, que sepa que tiene nuestra total atención durante esa hora, y que se sienta libre de poder hablar de lo que quiera sin ser interrumpida.

¿Suena extraño? A mucha gente le suena inútil. Cuando cuento que trabajo como voluntaria haciendo esa tarea me suelen preguntar para qué puede servir escuchar sin dar consejos o indicaciones, o por qué invierto mi tiempo en escuchar problemas ajenos si no puedo solucionarlos.

Mi opción es responder con el ejemplo de Laura, a quien acompañé hace apenas unos pocos meses. Laura sufría abuso psicológico por parte de su pareja. Su autoestima estaba destruida. Además, con la pandemia se había quedado sin trabajo y había caído en una depresión de la que no lograba salir. La gota que desbordó el vaso fue la sospecha de que podría estar embarazada.

Entró en un estado de extrema angustia y ansiedad. Se sentía incapaz de hacer frente a la situación, sintió que llegó al límite de sus fuerzas.

Cuando empezamos la conversación, estaba con una navaja en la mano haciéndose cortes en los brazos, cosa que ya había hecho anteriormente.

Comunicarse con esta plataforma era un grito desesperado de ayuda, tal vez el último para ella.

El sistema de salud de su país (no sé en qué país estaba) no le daba respuestas suficientes y la atención psicológica la tenía agendada para bastante tiempo después, pero ese día, ella sentía que el plazo se terminaba, que ya no podía resistir más.

Imaginen estar en esa situación, o tener a una hermana, amiga o hija en esa situación, creyendo que ya no hay salida, y que solo se es “una carga para todo el mundo”, como me dijo la propia Laura.

Fue una hora larga, intensa. Tuve miedo de que Laura dejara de hablarme, tuve que echar mano de todos los recursos que había aprendido, respiré hondo en cada silencio de Laura deseando que volviera a escribirme, que mis preguntas la mantuvieran enganchada a la conversación, que la catarsis la ayudara a ordenar sus pensamientos, y que mis palabras le trajeran algo de paz.

No sabía su apellido, su edad ni su ubicación. No podía darle consejos, ni decirle palabras de aliento vacías.

Solo podía darle mi completa atención, y eso fue lo que funcionó. Simplemente Laura descubrió que ella sí importaba y que buscar apoyo para lograr bienestar valía la pena. Lo descubrió ella sola, yo solo escuché atentamente.

Al final de esa hora, Laura decidió abrirse a su madre (que no sabía lo que pasaba) y buscar su apoyo. Por alguna razón, pese a que no tengo información posterior, estoy segura de que eso salió bien, de que al recurrir a la empatía de su madre iniciaba un camino de recuperación de su amor propio.

Esa noche comprobé una vez más, que la empatía salva vidas, pero no solo la vida de las Lauras que están en riesgo, también las nuestras, las de los voluntarios que ponemos nuestro tiempo y recibimos algo mucho más valioso: la emoción de saber que estamos aportando nuestro granito de arena para un mundo mejor, más humano y solidario.

Las neurociencias nos vienen mostrando que el cerebro se activa de la misma forma cuando hacemos algo bueno por nosotros mismos que cuando lo hacemos por otro.

El Amor al prójimo no es un acto de sacrificio, es un maravilloso acto de egoísmo, el mejor de todos!

Cuanto más empatía damos, mejor nos hace a nosotros mismos, y por supuesto, a quienes la reciben. Y aún mejor noticia, es que dar empatía solo requiere ganas.

No requiere dinero o entrenamiento y está al alcance de todos nosotros en todo momento. Es tan simple como sonreírle a esa persona con quien cruzamos la mirada en la calle, es saludar quien nos atiende en el supermercado (un mero “buenas tardes” antes del “200 gramos de muzzarella por favor” ya hace maravillas), es frenar para que otra persona cruce, es mandar un mensaje cariñoso por Whatsapp a alguien sin ninguna razón más que ser amables, es perdonar a quien se equivoca, es perdonarnos a nosotros mismos por nuestros errores, es felicitar a quien hace algo bien, por pequeño que sea, es hacer un favor a un vecino, agradecer al chofer del ómnibus al bajar, regalar lo que no necesitamos más, es hablar menos y escuchar más, es dejar de opinar y juzgar, es dar más abrazos y menos consejos.

Hay una Laura cerca de cada uno de nosotros. Probablemente haya muchas. Están en nuestros trabajos, en nuestros ámbitos de estudio, están en el club, en nuestro grupo social, están en nuestra familia o en nuestro edificio. Está en nosotros ser lo suficientemente egoístas como para darles empatía y empezar a sentirnos mejor cada día.

No tengo cómo comprobar si ayudé a Laura, pero Laura me ayudó a mí.

 

Dinorah Margounato

Técnica en trabajo grupal con especialidad en Psicología Social

 

Socia Fundadora

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